Noemí Vera no fue una chilota más injertada en Aysén. Trabajaba sin cansarse y todos la conocían y admiraban, ya que nunca a nadie le negó un mate o un plato de comida, una fruta o un pancito. Iba y venía por la enorme casa de campo haciendo que se escuchara fuerte su característica voz enérgica y refulgente que hablaba de viajes, huertas y galpones, gualatones gastados o masacotes y se metía impertinentemente por todos los temas conocidos o imposibles.
Venga Oscar, pase. Éste es el recinto privado al que sólo entran los amigos y los de plena confianza, me dice sonriendo. Hasta donde sé, le comento, hay que desconfiar de todos por igual. Y se queda pensando.
El reino esta tierra
Así era el reino de la enorme familia Andrade Vera, chonchinos acudidos que se vinieron como el 50 a Coyhaique para aprovechar una oportunidad de manejarse en campos y aserraderos. Ángel y Noemí hicieron todo muy bien pensado y con gran alegría para que todo les saliera a pedir de boca. En un lugar precioso y ordenado, con cada cosa en su lugar, las plantaciones de frutas, flores o arboledas, la disposición de las construcciones y los esquemas de permanencia y ambientación, que se disfrutaba en medio de un enclave que se abrió a los ojos mientras las manos blancas de la señora Mimí hacían tintinear el pesado manojo de llaves.
Calculé un área de cinco metros cuadrados que era por donde aparecieron esa tarde las antiguas victrolas sobre los escaparates y aparadores y las máquinas de coser de las abuelas como un alarido triunfal y profundo. Me fue imposible no admirar las desmoronadas victrolas, esas cuchillerías ya opacadas del armario negro, una colección de monedas seculares de la Guerra del Pacífico, una media docena de molinillos y otras cuantas ollas de fierro, planchas y calderos, radios de la época de la primera guerra y hasta un antiguo pedal de máquina odontológica donde acaso muchas veces el recordado dentista Gustavo Rubio había logrado acallar los padecimientos y maldiciones de sus pacientes.
Tantos objetos que hay aquí…
Un nuevo grupo de objetos me condujo a las encontradas puntas de flechas, las piedras fósiles con figuras absurdas, las boleadoras tehuelches con imágenes indescifrables, los calabazos para el mate tan mononos ellos, además de riendas, cangallas, aretes de bronce y un curioso par de estribos confeccionado con encornaduras de chivo en forma circular. Asomó de pronto un objeto que más parecía ser un recipiente de líquidos o brebajes, pero que después ofreció su verdadera dimensión: una ubre de vaca convertida en útil elemento de trabajo.
La verdad es que estar entreverado con la familia en torno a la larga disertación de la señora Noemí, mientras nos paseábamos por una interminable lista de cosas, era algo así como la sumatoria de algo didáctico y perturbador a la vez.
Los otros museos
De pronto hicimos un alto para comer algo que no he podido recordar. Sin duda era muy fuerte la impresión que provocaba todo lo que nos rodeaba. Viajé en silencio por mis pocos museos, el típico que se visita en Santiago, uno más en las costaneras de Angelmó allá en Puerto Montt donde eché al trasto todo lo que alguna vez tuve que ver en mi natal Coyhaique.
Pero el recuerdo más grande fue más lejos, en Alemania, cuando por primera vez en pleno verano de Junio se abrió la puerta de la casa natal de Beethoven en la florida calle Bongasse. Ahí sí vi un museo real y verdadero, con el piano intacto del artista, sus partituras lisas y bien mantenidas, sus sillas y sillones esbeltos, una luminosidad perfecta con impresionantes vitrales y miles de objetos que eran mostrados y descritos por actores de época, vestidos iguales y con el talante de gente de 1794, que explicaban en alemán y con mucho desplante y dramatismo la vida y la obra del genio en plena actividad creativa.
Regresé a encontrarme con la familia Andrade y sus objetos que cada vez me hacían sentirme más y más motivado. Me acompañaban ahora muchos cientos de maletillas de mimbre que en realidad eran valijas para viajes largos, antiquísimas botas de vino, ruedas delanteras de una gran chata de estancia argentina, dos tabas antiguas de los campos ayseninos, una decrépita guitarra diseñada por reos de la cárcel de Aysén de 1930 y una botella de barro con el sello indesmentible de la fábrica Droppelmann de principios de siglo, dentro de la cual se guardaba la tinta para escribir en plumas R de palo, seguramente las mismas que se usaron para rubricar la solemne firma del acta de fundación de Baquedano en 1929.
Me parecía tan interminable la inspección visual de donde me encontraba, que por un momento volví a pensar en Bon y la casa natal del músico de Bongasse, tan antigua y estrecha con colores vívidos y alegres, adoquines brillantes, que creí encontrarme soñando, o en medio de una visión de aire diáfano plagado de flores rojas que ayudaban a sobreponerme de la impresión.
La eternidad de las cosas
¿Y la colección de monedas? Interminable, imperecedera. Vi relojes, llaveros, candados, ceniceros, collares, cofres, lapiceras de distintos tamaños y colores, cadenas, gargantillas. Bombillas y puñales. Imágenes de santos tristes. Cartas de amor sin remitentes.
En la pared del fondo colgaba una antigua pulverizadora de marca argentina, un sacaclavos tipo diablito muy oxidado, una larga trozadora de troncos, un cuchillo plano de Lago Elizalde, para cuerear y carnear. También había cangallas, monturas, rastras de gauchos enfiestados, peleras con trenzados misteriosos.
Cuando llegamos a la colección de cerraduras viejas con sus llaves alineadas en un rincón oscuro de la vieja pared del museo, las sentimos tintinear en medio de la oscuridad de los pasillos. A su lado respiraban utensilios culinarios de Chiloé, cerca de algunas retiradas lámparas de carburo, otros joyeros de plata legítima, bombillas de oro legítimo, morteros, soperos y cafeteros, una antigua balanza manual para pesar metales y un sorprendente crucifijo de alrededor de 300 años en cuya base se apreciaba claramente la efigie de una calavera, signo de uso estrictamente funerario, que perteneció antaño a su señora madre. Nos contaría después doña Mimí que su vieja madre difunta, días antes de morir, había pedido que cuando llegue la hora de su muerte, su hija pusiera dicho crucifijo en sus manos dentro del féretro. Pero doña Mimí quiso conservarlo consigo. Le pregunté si no había sentido arrepentimiento por tomar esa decisión sin la presencia de mamá. No, me dijo. La decisión la tomo yo, ella se muere y pierde todo el poder para tomar y disponer lo que haya.
Revisamos durante toda la tarde los cientos de recuerdos contemplando fascinados todo ese tesoro de doña Mimí, viuda del recordado agricultor y miembro de la Cámara de Comercio don Ramón Angel Andrade, gran colaborador de los inicios del Liceo Fiscal de Coyhaique, en los tiempos en que el establecimiento no contaba con local para funcionar.
Con pena en los ojos y alegría en el corazón he seguido día a día admirando en silencio esta improvisada obra de una mujer que amó lo que tuvo. El tiempo siguió avanzando inexorablemente y, aunque a ella le habría gustado conservar para siempre esa vitalidad que la caracteriza, entendió que las energías la irán lentamente abandonando y aquel museo improvisado con el tiempo sería cerrado y olvidado para siempre.
Quise entregarle a usted que me lee, lo que nos aconteció allá arriba al lado de unos pinos que sacuden el lugar por un camino serpenteante que empieza en el predio de doña Mimí, una mujer feliz, henchida de cariño, y que termina en cualquier parte de la tierra, en todas partes tal vez.
Antes de despedirme, mi nueva amiga me regala un par de manzanas frescas de sus árboles, frutas nuestras que son también como las cosas antiguas del tiempo, y que dejan su sello en cada temporada que vuelve una y otra vez. La voz cantarina de la anciana me despide en silencio, entregándome este regalo visual lleno de significados, de emociones, de digna chiloénidad en medio de estos campos no tan extraños ahora para ella, en una Aysén que es como si ya fuera algo que pertenece a todos los chilotes de la tierra.
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OSCAR ALEUY, autor de cientos de crónicas, historias, cuentos, novelas y memoriales de las vecindades de la región
de Aysén. Escribe, fabrica y edita sus propios libros en una difícil tarea de autogestión.
Ha escrito 4 novelas, una colección de 17 cuentos patagones, otra colección de 6 tomos de biografías y sucedidos y de 4 tomos de crónicas de la nostalgia de niñez y juventud. A ello se suman dos libros de historia oficial sobre la Patagonia y Cisnes. En preparación un conjunto de 15 revistas de 84 páginas puestas en edición de libro y esta sección de La Última Esquina.
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