1995, en la cerrada oscuridad de la noche invernal del 20 de julio, tras remover algunas piedras, un niño de poco más de 2 años fue encontrado bajo una mesa, envuelto en algunas ropas que fueron la improvisada y desesperada protección que su madre le dio cuando supo que el aluvión caería sobre la pequeña casa de material ligero, construida a los pies del cerro Huequecura. Estaba consciente, aunque con golpes tras el impacto mortífero que quebró trágicamente a una familia.
Ese niño, de nombre Florencio, perdió a su madre y a su pequeña hermanita de 5 meses en el aluvión de rocas de esa noche que ha quedado guardada en un sitio gris de la memoria de los habitantes de Llifén, en la comuna de Futrono, tal vez por ese condicionamiento propio del ser humano que nos lleva a tratar de olvidar aquellos recuerdos dolorosos o incómodos, pero que el mismo cerro Huequecura se encarga de reflotar de tanto en tanto, cuando alguna piedra cae desde la altura de esa pared de roca que es la entrada a Llifén.
BUSCANDO UN LUGAR PARA VIVIR
El relato que llega hasta nosotros acerca de esa tragedia es narrado por el mismo Florencio Otondo Bustamante, el niño sobreviviente que hoy tiene 28 años, que en los últimos años hizo su vida en la región de Coquimbo, y sintió que necesitaba contar los hechos como una forma de sanar las consecuencias de esa experiencia.
Hasta 1978, el abuelo de Florencio, llamado Florentino Bustamante, conocido como “Tino”, trabajó como campero en el fundo Arquilhue, viviendo en el sector de Chollelhue, cuando en forma inesperada fue prácticamente expulsado del fundo junto a su familia, se terminaba el trabajo para él, no había ley laboral que lo protegiera ni consideración alguna que amortiguara los efectos de su abrupta salida del fundo, simplemente la familia tuvo que irse sin saber a dónde llegar.
Como a menudo acurre en las situaciones de urgencia la amistad vale su peso en oro, así fue como Tino Bustamante llegó a Huequecura hasta donde un viejo conocido, Carlos Cárdenas, con quien había trabado amistad por su compartida afición a las carreras a la chilena, y fue quien le tendió una mano para que la familia Bustamante ocupara el único sitio al que los expulsados de Arquilhue pudieron aspirar; un terreno entre el camino que une Futrono con Llifén, y el imponente cerro Huequecura. Allí el grupo vivió un tiempo en una carpa, y posteriormente Tino pudo comprarlo al precio de una yunta de bueyes, el único recurso de valor que había traído desde Arquilhue.
De a poco Tino Bustamante pudo construir una casita, y más tarde tuvo trabajo en un fundo en Paillaco, quedando en la casa su hija, Doris Bustamante, y con el tiempo otras familias llegaron a ocupar el terreno aledaño, también habían sido expulsados desde el sector de Arquilhue y se habían quedado de brazos cruzados, encontrando unos pocos metros cuadrados en Huequecura donde rehacer sus vidas.
Unos años después Doris tuvo una hija, Daniela, y posteriormente tuvo a Florencio en 1992. Por su realidad de madre soltera, Doris debió salir a trabajar tanto en la comuna como fuera de ella, razón por la que el pequeño Florencio en una oportunidad quedó unos meses al cuidado de familiares en el mismo fundo del que su abuelo y su madre fueron desterrados, Arquilhue, hasta que su madre retornó de la capital y volvieron a Huequecura. Allí Doris comenzó a trabajar en la hostería Huequecura, muy cerca de su casa, y al poco tiempo nació la tercera hija, Camila, que solo alcanzó a vivir 5 meses antes de que la desgracia le arrebatara la vida.
LA NOCHE DEL ALUVIÓN
“Mi hermana le había pedido a mi mamá si podía ir a ver a mi abuelo, que era como nuestro padre para nosotros”, relata Florencio, explicando que el día anterior Daniela, que por entonces tenía unos 7 años, había viajado a Paillaco, por tanto no se encontraba en la casa el día 20 de julio.
“Esa noche mi mamá estaba con una amiga en la casa, con los hijos de su amiga, una prima”, continúa Florencio, “ellas primero escucharon un estruendo, como que empezaron a soltarse rocas, y las alarmó un poco pero se quedaron en la casa, después ya escucharon que venían rocas más fuerte y ahí ya fue algo de segundos”, comenta en base a lo que varios años más tarde esa amiga que estaba en la casa le comentó a Florencio, aclarándole detalles de esa noche de terror.
El grosero ruido del desprendimiento de rocas se sintió por toda la zona inquietando a los habitantes, muchos de los cuales a esa hora, pasada la medianoche, ya se encontraban en sus camas, pero la mezcla de sorpresa, miedo e incertidumbre los puso en alerta y varias personas salieron de sus casas para saber qué ocurría. La noticia voló, y muchos corrieron a Huequecura para tratar de socorrer a la gente que vivía a los pies del rocoso cerro.
“Mi hijo (Enrique Fontanilla) fue el primero que llegó allá corriendo para ayudar a salvar los niños. En la puerta de la casa estaba la amiga de la finada, tenía un pie quebrado y le gritaba sálvame, sálvame”, fue lo que Celestina Alvial comentó al diario El Austral de Valdivia, que en su edición del viernes 21 de julio de 1995 tituló “Derrumbe mató a madre y guagua”, dando a conocer los hechos de esa funesta noche.
Luis Martínez acompañó a Fontanilla en la desesperada labor de rescate, comenta que un sobrino le dijo que a eso de las 22:00 horas se sintieron caer algunas rocas menores pero sin producir daños, más tarde todo cambió. Al llegar a la casa aplastada por el rodado, sacaron a los niños, y la confusión fue grande cuando no pudieron encontrar a la pequeña Daniela, desconociendo que se encontraba en Paillaco esa noche.
Florencio comenta que los vecinos se enfocaron en sacar a los menores que estaban allí, y en medio de la oscuridad buscaron a Doris, pero solo encontraron su cuerpo cruelmente desgarrado, según lo que le dijeron a Florencio fue por el impacto de una de las rocas que la golpeó violentamente. “En su brazo derecho tenía la guagüita, mi hijo le tomó el pulso y ella estaba viva, pero murió después camino al hospital”, relató Celestina Alvial a El Austral.
Florencio fue encontrado bajo una mesa, envuelto en algunas ropas a modo de protección, “mi mamá lo que hizo fue esconder a los niños, los metió debajo de la cama por lo que me decían, fue cosa de segundos, y a mí me dejó debajo de una mesa, porque ahí me encontraron después cuando sucedió esto”, comenta. El paramédico que le dio la primera atención, de nombre Iván, le dijo que lo llevó en sus brazos en la ambulancia hasta Futrono, “yo no perdí la conciencia, quedé en estado de shock solamente”, siendo evaluado pero inmediatamente derivado al hospital regional dadas las hemorragias internas que sufrió, explica Florencio, que estuvo alrededor de 3 meses en la UCI del hospital.
Así también al lugar llegaron carabineros y la gente les insistió en sacar el cuerpo de Doris, ya que una roca que quedó sobre la casa amenazaba con terminar de derrumbarla justo sobre el cuerpo. Los uniformados autorizaron y pudieron retirar los restos mortales, segundos antes de que la frágil estructura terminara de colapsar.
Así una familia quedó devastada, también la comunidad llifenina quedó con su habitual tranquilidad rota por la tragedia y por la posibilidad cierta de que ocurrieran nuevos derrumbes desde el cerro en el futuro. El riesgo inminente obligó a que las autoridades de la época trasladaran a las familias aledañas al derrumbe hasta un terreno en el callejón San Vicente de Llifén, solo con lo mínimo, sin las redes de apoyo a las que hoy es posible acudir, el destino quiso que fueran desterrados por segunda vez, y reubicados en una porción de terreno del callejón donde permanecieron allí por años en su precariedad, hasta que emigraron del lugar o pudieron regularizar su situación de vivienda.
En tanto los niños Daniela y Florencio quedaron a cargo de su abuelo, “nos sacó adelante a su manera, con lo que pudo hacer” dice el joven, a pesar de él tener a su padre biológico que nunca se responsabilizó por su hijo, “después de esto desapareció”, lo que años más tarde pudo reparar solo en parte a través de una demanda por paternidad, ya que según lo relatado por Florencio, el progenitor nunca ha tenido un gesto de acercamiento. Por un tiempo Florencio, su hermana y su abuelo vivieron también en el callejón San Vicente hasta que Tino encontró trabajo en otro lugar, y Florencio creció buscando su lugar en el mundo, hasta que hace algunos años finalmente se asentó en el norte del país formando su propia familia.
Florencio Otondo afirma que después de todos estos años y de comenzar a reconstruir su historia, la tragedia de su familia fue una consecuencia de la expulsión desde el fundo Arquilhue, “no debería haber sido así, no teníamos donde vivir, en ese tiempo en cuanto a lo económico mi familia tampoco estaba bien, mi abuelo tuvo que hacer un negocio con lo que tenía, una yunta de bueyes para poder vivir ahí donde era el único lugar donde podíamos estar, no había más, llegamos ahí y sucedió esto”.
REFLEXIÓN FINAL
Desde esa época la vida en Llifén coexistiendo con el cerro que le da la principal característica al paisaje, les ha hecho entender lo hermoso y al mismo tiempo terrible que puede llegar a ser la naturaleza. En 2019 un microbús que realiza recorrido entre Futrono y Calcurrupe fue impactado por dos piedras que cayeron desde el Huequecura, sin mayores consecuencias afortunadamente, asimismo hace algunos días, en los primeros minutos del 4 de febrero, la alarma sacudió a los vecinos al oír el fuerte ruido de rocas que rodaron cerro abajo, nuevamente sin consecuencias. Así es como urge establecer una nueva relación con el Huequecura a fin de evitar o manejar los evidentes riesgos para la vida humana. Ya Sernageomín ha estado presente evaluando la situación pero esta medida técnica tiene que contar con una respuesta política; las autoridades competentes tienen que definir e informar cuáles serán las eventuales disposiciones y restricciones para que la seguridad humana frente al cerro Huequecura sea un hecho.
Por lo anterior es importante no perder de vista el testimonio que aquí nos presentó un sobreviviente, cuya familia sufrió la peor consecuencia al verse obligados por la angustiante necesidad de no tener donde vivir, a instalarse en un lugar que por entonces nadie podía suponer que quedarían expuestos a una tragedia. 25 años después Florencio Otondo reconstruye este doloroso acontecimiento que cambió a muchos, en un intento por sanar las heridas que no se ven, al mismo tiempo que nos entrega un mensaje acerca de antiguas injusticias sociales, y cómo hoy podemos avanzar también en sanar heridas como sociedad sin olvidar nuestro pasado, a la vez que respalda la necesidad de normar la actividad humana junto al imponente cerro Huequecura.
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