Este sábado 8 de marzo conmemoramos un nuevo Día Internacional de la Mujer Trabajadora, y subrayamos “trabajadora” porque, como feministas, esta fecha nos invita a recordar el trabajo histórico de las mujeres tanto dentro como fuera del hogar, en el ámbito público y privado.
En lo público, las mujeres que trabajamos remuneradamente enfrentamos una realidad en la que nuestras ocupaciones suelen estar peor remuneradas en comparación con los hombres. Además, muchas veces accedemos a trabajos precarizados e informales, lo que afecta tanto nuestra presencia en el mercado laboral como nuestras pensiones.
En lo privado, asumimos el trabajo doméstico y el cuidado de nuestras familias, dos factores que no solo limitan nuestra participación en el trabajo remunerado, sino que también restringen nuestra participación activa en la sociedad. Esta situación es conocida como la "doble jornada laboral". Y no se detiene ahí: existe una tercera jornada para aquellas mujeres que se dedican a la dirigencia social, quienes suman aún más responsabilidades a su vida cotidiana.
Nos desenvolvemos en una estructura social patriarcal que constantemente nos recuerda, a través de la violencia de género, que el mundo no fue diseñado para nosotras. A pesar de ello, nos adaptamos, nos esforzamos por mantener la economía familiar y nuestras vidas, buscando el reconocimiento como lo que somos: sujetas de derechos.
En este contexto, nos preocupa profundamente la situación de las mujeres más desfavorecidas, especialmente aquellas que viven en pobreza en nuestro país. Entre ellas, las mujeres que sufren violencia sexual son las más vulnerables.
Recientemente, el Observatorio de la Ley de Aborto (OLA) dio a conocer un informe alarmante. De las 3.159 llamadas recibidas en 2023, la mayoría correspondían a mujeres víctimas de violación, pero el 92% de ellas no denunciaron a sus agresores por miedo y desconfianza en el sistema judicial.
Esta cifra refleja la grave desigualdad que enfrentan las mujeres con menos acceso a información, redes de apoyo, asesoría legal y protección estatal. En los sectores más vulnerables, la falta de acceso a la justicia perpetúa la impunidad de quienes cometen estos delitos, dañando las vidas de las víctimas y permitiendo que los agresores continúen con su violencia sin enfrentar consecuencias.
Es claro que la violencia sexual es un problema que afecta a toda la sociedad, pero es en los barrios más empobrecidos donde se vive con mayor crudeza. Muchas mujeres, tanto adultas como niñas, deben convivir con sus agresores y carecen de los recursos necesarios para buscar ayuda. Cuando se atreven a denunciar, se enfrentan a un sistema judicial lento, burocrático y, en demasiadas ocasiones, revictimizante.
Las feministas hemos denunciado esta situación durante años, exigiendo al Estado que garantice el ejercicio efectivo y equitativo de los derechos para todas las mujeres, independientemente de su condición social.
Necesitamos más casas de acogida, acompañamiento psicológico, social y legal gratuito, así como protocolos de atención que no expongan a las víctimas a nuevas vulneraciones.
No podemos permitir que la pobreza se convierta en sinónimo de desprotección. La autonomía sobre nuestros cuerpos no solo implica el derecho a decidir sobre la maternidad, sino también el derecho a vivir libres de violencia.
Hacemos un llamado urgente a las autoridades, a los medios de comunicación y a la sociedad en general a no mirar hacia otro lado. La justicia no puede ser un privilegio de clase.
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